En la foto se ve a alguien tendido en el suelo: está muerto. A su alrededor, varios hombres. Uno de ellos, que lleva un chaleco naranja de seguridad, se dispone a taparlo con una sábana blanca: su sudario. Tres más contemplan la escena: con los brazos cruzados, dos de ellos se ríen abiertamente; el otro lo mira con una media sonrisa de desprecio y flexiona una rodilla, como si fuera a dar un puntapié al cuerpo exangüe. Acaso lo haya hecho. Al fondo, encaramados a la barrera de hierro oxidado, hay dos niños. Nadie los aparta de allí. Bajo el cadáver se aprecia un pequeño charco: probablemente, se orinó antes de expirar. Se meó de miedo. Y nadie aparta a los niños de ahí, y los hombres se ríen y se regocijan ante el triunfo de esa desesperación, de esa impotencia.
Dicen los pastores (Ego sum pastor bonus, dijo Cristo) que el toro (criatura de Dios, ¿o no?) ya estaba muy alterado en los chiqueros. Y que cuando lo soltaron (lo traicionaron, pues, pastores malos), en la que sin duda creyó su oportunidad de huir de sus captores, chocó contra otro compañero de infortunio. Dicen que quedó malherido y que hubo que sacrificarlo allí mismo. Sacrificarlo: rematar el crimen. Dicen que pasó cuatro minutos convulsionando, a la vista de todos. El alivio -qué paradoja- llegó en forma de puntillazo: una puñalada. Allí mismo agonizó. Se llamaba Navegante.
En este país, donde los animales son maltratados de forma institucional (es decir, donde se ejerce un terrorismo de Estado sobre individuos que, no por ser de otra especie, merecen menos respeto y protección) ponen nombres así a las víctimas: evocadores, presuntamente líricos. Te ponen Navegante y te mantienen durante horas encerrado en un cajón, a oscuras, oyendo afuera golpes, gritos, mugidos, al borde de la asfixia, al límite de tus fuerzas, al otro lado de la locura, meándote encima, disponible para el escarnio, la humillación y la muerte. Fariseos.
En Madrid, la jefa de esos escuadrones (pastores, ganaderos, toreros y aficionados varios al sufrimiento de los demás) es la presidenta de la Comunidad, Esperanza Aguirre, que con una mano premia a torturadores, matadores y cómplices, y con la otra recoge la mantilla para inclinarse sobre el anillo papal, el del mensaje del Amor. No he oído a ninguno de los muchos católicos que han ocupado en estos días las calles de Madrid referirse al triste, injusto destino de Navegante. He visto, sin embargo, a muchos cubrirse las espaldas con esa bandera roja y gualda a la que se ha añadido la silueta de un toro. A pesar de que su buena nueva es la del Amor, no han dicho nada del toro de Leganés (ni de los patos de Sagunto, ni del cerdito de Erandio, por poner solo dos ejemplos recientes, entre miles, de un abuso oficial y una violencia que encolerizarían a Dios).
Parecen haber olvidado que el día 1 de noviembre de 1567 el papa Pío V, más tarde santo, publicó la bula De Salute Gregis Dominici, que condenaba las corridas de toros y prohibía a los católicos, de forma terminante y permanente, que asistieran a espectáculos taurinos, por considerarlos obra "no de hombres sino del demonio". ¿Han llegado los católicos a conocer esta bula? ¿Les han hablado de ella sus evangelizadores? En España, probablemente, no, dado que, en la más sangrienta y cinegética tradición borbónica, el rey Felipe II prohibió su publicación: al Papa solo se le hace caso si conviene. Únicamente he oído al escritor y abogado Jorge Trías, coherente hombre de fe, recordar que el papa Juan Pablo II afirmó que "los animales poseen un soplo de vida recibido por Dios" y se remitió a los salmos 103 y 104, "donde no se hace distinción entre los hombres y los hombres y los animales". Dice Trías: "A los creyentes se nos exige, de acuerdo con nuestra fe, un plus de respeto por lo que tenemos entre manos. En suma, un poco más de amor". Benedicto XVI y sus peregrinos deberían escuchar a este hombre y condenar las obras del demonio, por mucho que busquen legitimidad a través de presidentas y de reyes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.